Diego Maradona, para mí, es un prócer. Hace 20 años que viene coqueteando con la muerte; parecía un todopoderoso, un hombre que todo lo podía, y le seguía metiendo gambetas a la vida, al barba. Creíamos que Maradona no se iba a ir nunca, aunque de repente nos enteremos que había que operarlo de la cabeza.
En las últimas semanas escuchábamos a los médicos y a los seres cercanos decir que estaba bien. Pensábamos que otra vez había ganado, aunque lo que vimos en el último tiempo de Diego no estaba bueno. Él estaba mal y sufriendo. Estaba triste. Con sus jóvenes 60 años estaba padeciendo la vida. Recogía su siembra en cada estadio y lugar del mundo, pero no estaba pleno.
Lo que menos imaginábamos era que este 25 de noviembre nos enteraríamos al mediodía que había sufrido un paro cardíaco. Yo todos los mediodías salgo a correr; cuando vuelvo, me ataja el encargado del departamento y me dice que Diego estaba mal y parecía que se había muerto. Subí al gimnasio del primer piso, prendí la tele y me puse a llorar, solo y sin poder creer lo que estaba viendo porque pensé que Diego estaba bien.
Me acuerdo de Diego y me acuerdo del gol a los ingleses y el abrazo a mi papá. Maradona es la persona que más feliz me hizo en la vida. Hizo que amara esto que hago. Soy maradoniano de ley. Me arrancaron un pedazo de mi corazón. Diego nunca te pedía nada a cambio, sino que te daba. Él era lo que podía. Había que estar con él un poco para entender lo que vivía y cómo vivía.
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